jueves, 26 de mayo de 2016

La noche de un martes


Había estado toda la tarde esperándola. Tenía el coche aparcado y no hacía más que entrar y salir de él. A veces, se entretenía viendo pasar a alguien por la acera de enfrente. Se apoyaba en el capó, encendía un cigarrillo y lo tiraba por la mitad. Luego volvía a meterse en el coche y jugaba con el volante. Era un vehículo de alquiler y por eso prefería evitar dejarlo lleno de colillas y mal olor.

El sol brillaba en la ciudad. La claridad lo invadía todo. Las calles parecían recién pintadas y si no hubiera sido porque de vez en cuando pasaba una camioneta de reparto, habría jurado que era el amanecer de un domingo cualquiera. Pero era martes, seguro, y además pronto comenzaría a ponerse el sol. Los martes ella salía sobre las ocho del centro comercial donde trabajaba.

La ventana de la habitación permanecía cerrada, con las cortinas echadas. Era un tercer piso. No habría podido escalar hasta esa altura, calculó. Durante un buen rato, se había entretenido imaginando cómo podría hacerlo. Después salía a fumar y se ponía a darle vueltas a otro asunto, como cuando la conoció en la estación.

Fue una tarde lluviosa de marzo; acababa de llegar a la ciudad. Llovía tanto que prefirió quedarse al resguardo en el vestíbulo. Sacó un café de la máquina y habría comprado un chocolate relleno de no haber sido porque se le habían acabado los cambios. Gracias a dios, aún le quedaban cigarrillos.

Ella entró de repente. Estaba completamente mojada; se le había roto el tacón de uno de sus zapatos. Tenía la blusa empapada y se le transparentaba el sujetador. Se recostó en la pared junto a la máquina de café y comenzó a sacudirse la ropa como si con ello hubiera podido arreglar algo.

Él se acercó y le hizo un comentario estúpido. A pesar de todo, la mujer se quedó observándolo. Le sonrió. Después de eso comenzaron a hablar de una forma amistosa hasta que dejó de llover. Sin saber cómo ni por qué, acabaron en un club nocturno bebiendo y fumando juntos, y más tarde lo acompañó al motel donde le había aconsejado que se alojara si tenía intención de quedarse un tiempo en la ciudad. La mujer de la recepción no dijo nada cuando los vio subir uno al lado del otro. Al parecer, aquello era habitual en ese lugar, imaginó.

A la mañana siguiente, cuando él se levantó, ella no estaba. Había dejado una nota con un número de teléfono escrito.

Después de aquel día, se vieron tres o cuatro veces por semana. Ella le confesó que trabajaba en el centro comercial, en la tienda de bolsos y complementos, y él, cuando tenía oportunidad, iba a esperarla. Pero a ella no le gustaba verlo merodear por el exterior del comercio y le pidió que no fuera más a buscarla al trabajo.

Un día, la encargada del motel le llamó la atención. Era la segunda o tercera vez que lo veía subir con una mujer. Él le preguntó cuál era el problema y ella solamente le contestó que tendría que pagar un suplemento cada vez. No era mucho dinero y aceptó, porque le pareció de lo más normal.

Así pasaron siete u ocho semanas. Él regresaba de hacer sus visitas como vendedor sobre las cinco. Luego subía a la habitación, se duchaba y se servía una copa. Más tarde cenaba e iba a buscarla a uno de los clubes abiertos, donde solían quedar. Siempre acababan en la habitación del motel. Era un buen comienzo, pensó. Esa relación conseguía hacerle olvidar su anterior matrimonio, los motivos que le habían obligado a mudarse y buscar un nuevo empleo como vendedor.

Ocurrió un lunes. Su coche se averió cerca de la autopista, a unos cincuenta kilómetros del centro. Tuvo que parar un camión, buscar una gasolinera y llamar desde allí a la compañía de seguros. Después de eso, se las apañó para llegar hasta el motel, pero ya era demasiado tarde para encontrarse con ella y además se sentía agotado.

Aquella noche, cuando entró en la recepción, la encargada no estaba. No había nadie en el mostrador, así que se metió él mismo a coger la llave de su apartamento. Oyó una conversación. Las voces provenían de la oficina, junto al cuadro donde se colgaban las llaves. La encargada hablaba con ella. Pudo distinguir su voz. La recepcionista le estaba diciendo que si no atendía a más clientes, tendría que subirle la asignación. Así lo llamó, recuerda él: «Asignación». Continuó diciéndole que acababa de llegar un nuevo inquilino que se alojaba en la trescientos veintitrés, en el lado oeste, y añadió que podría verlo los martes y jueves. Ella parecía estar de acuerdo y contestó, casi murmurando: «Lunes, miércoles y viernes con uno; y martes y jueves con otro, me las apañaré». Los fines de semana me será imposible, concluyó.

Él subió aquella noche a su cuarto y durmió solo. Era lunes, casi la madrugada del martes, y bebió hasta quedarse dormido frente al televisor.

La tarde se echaba encima. Las sombras eran cada vez más largas. No le quedaban cigarrillos. Por un lado lo agradeció, aunque echó en falta no poder tomar un café. Pronto todo estaría oscuro, muy oscuro. La noche sobreviene por igual en las avenidas que en los callejones inmundos. Miró hacia la ventana del tercero. Habían abierto la cortina. Cerró el coche , cruzó la calle y entró en el portal. Tenía que subir andando hasta el tercero, porque el ascensor nunca funcionaba. Llamó a la puerta. Llevaba el arma en la mano. Se había ocupado de quitar el seguro y de pronto recordó que al cargador le faltaría una bala. Era la segunda vez en tres meses que iba a disparar y la segunda mujer a la que debía liquidar.

No habría sabido decir el motivo, pero le habría gustado más marcharse al amanecer.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

El regalo (Exlibris)

La vida es una caja de sorpresas.
Una caja en papel de letras.
Azul, rosa, carmín.
Dos sílabas continente.
Una palabra océano.
Las cuatro letras de una diva.

Lo digo por un exlibris
que ella nos ha regalado.
Porque sí. Porque es Navidad.
Porque en la locura de un mundo
desbocado, todavía queda un rincón
en el que celebrar la lectura. Leer.

Un exlibris, una paradoja
Recordarán mi nombre
y yo el de ella: Mónica.


(Gracias, Mónica, por el regalo)


La plantilla original para confeccionar tu propio exlibris, puedes encontrarla en el blog mobas de Mónica Basterrechea


viernes, 18 de diciembre de 2015

Feliz Navidad. JA, JA, JA

El otro día compré un Papá Noel eléctrico. Fue en una tienda de chinos. Tenían uno expuesto en las baldas dedicadas a los adornos de Navidad. Me gustó. Tiene cara de sueco o noruego, el pelo largo, rizado y muy blanco, igual que la barba. El traje rojo típico, el cinturón ancho y negro, las botas con los rebordes algodonados y en su mano derecha, una campanilla que hace sonar llevando el brazo arriba y abajo. Funciona a pilas. Vi las cajas y me decidí. Como todo lo que allí se exponía, no era demasiado caro. Precios asiáticos. Las pilas las vendían aparte. Antes de pagar, en el mostrador de la caja, pude ver uno exactamente igual que el que yo me llevaba. Estaba en marcha y movía el brazo, sonaba la campanilla y cada cinco segundos decía HO, HO, HO. Genial, me dije. A mis sobrinos les gustará.

Una vez en casa, abrí la cartón, lo saqué del plástico, le puse las pilas y lo dejé encima del mueble del recibidor. Por si acaso y para evitar sorpresas de última hora comprobé que funcionaba. Efectivamente, movía su bracito de arriba abajo y hacía sonar la campanilla. Tenía aspecto de estar bien alimentado, con sus pómulos sonrosados y la barriga enorme. Después de unos cuantos tintineos, el muñeco dijo: JA, JA, JA.

¿JA, JA, JA? Me dije. Se suponía que debía decir HO, HO, HO. De nuevo, después de otra serie de campanillazos, dijo JA, JA, JA. Cinco tintineos y otra vez JA, JA, JA. Busqué el ticket de compra, pero lo había tirado. Si regresaba corriendo, puede que el empleado se acordara de mí. Pero no debía precipitarme. Reset duro. Lo apagué y lo volví a encender. De nuevo, el muñeco repitió la locución: JA, JA, JA. ¿Qué es esto? le dije en alto, se supone que deberías decir HO, HO, HO y no JA, JA, JA. Él me respondió: JA, JA, JA.

Lo volví a desconectar. A mí no me toma el pelo un muñeco, por muy Papá Noel que sea. Extraje la caja y el plástico de la basura y, como buenamente, pude, lo volví a guardar en la caja. En la tienda, me dirigí al empleado. Mire usted, dice JA, JA, JA, en vez de HO, HO, HO. Lo saqué, lo puse encima del mostrador y lo encendí. El muñeco campanilleó y dijo HO, HO, HO. ¡Vaya por Dios! Exclamé. Parece que se ha arreglado. Avergonzado, salí del establecimiento pidiendo perdón y profiriendo palabrotas.

Otra vez en casa, volví a encender el muñeco. Esta vez, en la mesa de la cocina. Campanilleó y dijo: JA, JA, JA. ¡Mierda! Otra vez. O dices HO, HO, HO o te estrangulo. Pero el sueco gordinflón siguió en sus trece con el JA, JA, JA.
Lo volví a meter en la caja y lo aparté encima de la alacena. Junto a los libros de cocina. En la parte más elevada.

No me gusta la Navidad. En fin. Yo hago lo que puedo, lo juro. Intento agradar a todo el mundo, a la familia, a mis sobrinos, a mis hermanos, a mis padres. Pero siempre hay alguien que lo echa todo por tierra. Este año ha sido Papá Noel. Yo soy más de Reyes Magos. No hablan. Solo cabalgan en sus camellos y sonríen a los niños. Pero Papá Noel, ese señor con cara de noruego o sueco y con aspecto de atiborrarse a azúcares y grasas y bebidas alcohólicas, no es de los míos.

Llegaron mis sobrinos. Qué bonito árbol. Qué bonitas guirnaldas. Qué precioso Nacimiento. Qué luces, qué espumillón, qué… ¿Y Papá Noel?, preguntaron. JA, JA, JA, les respondí. Tío, se dice HO, HO,HO, me corrigieron. ¿HO, HO, HO? Les respondí, yo tengo uno que dice JA, JA, JA.
Ja, ja, ja, se rieron. No nos lo creemos. Entonces, después de sopesarlo durante medio segundo, decidí desenvolver de nuevo el muñeco borrachuzo y mostrar a mis sobrinos el engendro navideño que había comprado en los chinos. Lo puse en la mesa del salón, cerca del árbol de Navidad, y lo encendí. El gordo movió su brazo, tintineó la campanilla y dijo HO, HO, HO. Los niños, extasiados, se quedaron observándome, como diciendo, donde está el truco, o el chiste, o la sorpresa. Se supone que tenía que decir JA, JA, JA, y no HO, HO, HO, les dije. Pero no les hizo ninguna gracia. No entendieron nada y yo tampoco.

En fin. Cenamos, nos dimos los regalos, brindamos, comimos turrón y se fueron a su casa. El gordo borracho me miraba desde la mesita del salón. Estaba quieto. Apagué las luces del árbol. Recogí alguna vajilla y fregué algo. Después me senté a fumar un pitillo, solo, sin ruidos, tranquilo en el sofá orejero del salón. El gordo rojo me miraba. Cabrón, le llamé. Eres un traidor. Pero él no hizo nada. Tenía su brazo bajado, sujetaba la campanilla y sonreía de esa manera con la que sonríen quienes no tienen nada que perder. Entonces, apagué el cigarrillo y me levanté. Le subí la camisola roja por la espalda y di al interruptor. Luego lo posé en la mesa. Movía la cabecita y su brazo derecho de arriba abajo. La campanilla tintineó y el imbécil profirió. JA, JA, JA.

Eso es todo inspector. Lo demás ya lo sabe o se lo puede imaginar. Saqué el encendedor y le amenacé. Te vas a arrepentir, le dije. Él seguía con su JA, JA, JA como si la cosa no fuera con él. Lo rocié de coñac y lo prendí. Di ahora JA, JA, JA, cabrón, le dije furioso. JA, JA, JA, me respondió entre llamaradas. JA, JA, JA, repitió. El fuego se extendió. Cayó una chispa a la alfombra. La ventana estaba abierta y las llamas se precipitaron por toda la habitación, las cortinas primero, los muebles y más tarde toda la vivienda.

—¿No tiene más que decir? —me preguntó el oficial.

— Nada más, señor. Solo, tal vez, mencionar que no me arrepiento. Yo soy de los Reyes Magos ¿y usted?

El inspector me miró con la boca abierta y yo concluí: Una cosa más, le dije:

— ¡Feliz Navidad! ¡JA!, ¡JA!, ¡JA!

--FIN--

Y... Feliz Navidad.






viernes, 20 de noviembre de 2015

La puerta

Por supuesto, doscientos cincuenta mil euros no es una cantidad despreciable, aunque ridícula si sirve para cambiar de vida; para comenzar de nuevo.

Doscientos cincuenta mil. Así dicho, parece una suma imposible de juntar. ¿Cuánto abulta? No mucho para lo que se puede hacer con ella.

Eso es lo que le dije Radovic. La puta guerra había hecho de él un despojo humano. Te conviene. Él estuvo de acuerdo y me pidió los detalles para planear el golpe. El golpe de gracia, lo llamó. Aunque no tenía ninguna gracia, porque se trataba de matar. Matar. Así dicho, suena mal. Pero si sirve para cambiar de vida, parece ridículo poner objeciones.

Doscientos cincuenta mil. Una cara nueva. Un nombre nuevo. Un pasaporte. Una residencia. Un país. Puede que una mujer. Y una existencia pausada. Ya sabes, le dije, pescar y leer el periódico.

—Y luego ¿qué? Además, ya tengo ese dinero. Aquí. En mi casa. ¿Y luego qué? Es dinero de mierda. Sucio. Indigno. Negro.

—Luego a vivir de las rentas. Te vas a llevar un millón. Doscientos cincuenta mil para mí. No es mucho, si te sirve para desaparecer. Para olvidarte de todo. Confía en mí. Será dinero limpio. Lavado. Honesto.

Dinero. Dinero. Dinero. Dinero. Dinero. Dinero.

Las miradas conversaban:

El dinero limpio es salud. Calidad. Pausa. Dulzura. Amor. Todo eso será para ti. Eso ganarás. Todo se olvidará.

¿Todo? Son muchos muertos. Los muertos me hablan.

Este no. Este no te hablará. Este hará que callen los demás. Los niños asesinados. Las mujeres violadas. Los ancianos degollados. La muerte tiene el don de despreciar el silencio. ¿Oyes el eco? Lo oyes. Lo sé. Mírate, eres un desecho. Este muerto te devolverá al silencio, a la quietud de los pacíficos.

—¿Quién es? —Preguntó Radovic.

Radovic sabía que una vez nombrado el objetivo, no podría echarse atrás.

—Quieres saberlo. Eso quiere decir que aceptas. Lo necesitas. Estoy de acuerdo. Te conviene. No te arrepentirás.

Nos miramos a los ojos. Los ojos. Sin la pantalla del engaño. La verdad. El compromiso. El futuro. La vida. La puta vida.

—Ahora lo sabrás —le dije—. Me levanté. Lo dejé sentado. Encendió un pitillo. Abrí la puerta. Salí.

Doscientos cincuenta mil. Setecientos cincuenta mil. No está mal. Eso pensaba. Fumaba y murmuraba. Y miraba a la puerta. La puerta. La puerta. La puerta. Las putas puertas. Siempre las puertas.

Entré a la habitación, de nuevo. Lo traía de la mano. Era un niño. De diez u once años. Producto de una violación. El niño sonreía. Estaba asustado, pero sonreía.

Radovic lo miró. Sin pantallas. Y recordó. El niño era suyo. Su misma cara. Era él mismo hacía cincuenta años. Él mismo. Su sangre. Su ADN. Su mirada.

—Sí —le dije—. Eres tú. Ahora lo sabes.

Radovic sacó su arma. Sacó el tabaco. Sacó un pitillo. Otro. Se lo metió entre los labios. sonrió al arma; la puso sobre la mesa. Y dijo: Será mejor que el niño no lo vea. Le aguarda el silencio. La quietud. El olvido.

—Así es —respondí.

Salimos por la puerta. La puerta. La puerta. La puerta. La puta puerta.

Y oímos el disparo.


—Fin—

lunes, 16 de noviembre de 2015

La maldición de la cabra


La cabra es un animal muy curioso. Se adapta a cualquier tipo de terreno. Las hay en todos los continentes, salvajes y domésticas. Su mirada es espantosa cuando mira con esos ojos marrones como dos castañas asadas. Saco a colación este asunto a cuenta de una anécdota que os paso a relatar:

 Un día, iba paseando por un camino rural. Disfrutaba de las últimas horas de una tarde de otoño. Este es un camino que termina en un caserío en la ladera del monte, debajo de un búnker de la guerra civil que aún está por ahí, medio derruido. El caso es que, a unos cien metros antes de llegar al caserío, me topé con una gran piedra blanca junto a un castaño. Ese rellano me pareció en aquel momento el lugar más agradable del mundo y me senté a fumar bajo la sombra del árbol. Cuando levanté la vista al frente, nada más encender el pitillo, vi una cabra negra junto al camino. El animal me observaba. Tenía sus cuernos revirados en espiral, grises, y sus ojos eran grandísimos, desproporcionados; de su mandíbula, le colgaba una larga perilla negra; le brillaba el pelo igualmente negro por todo el cuerpo, que refulgía con especial intensidad en su lomo. Pero lo que más me impresionó de su figura fue su boca, la cual batía como si quisiera arrancar a hablar, y de la que le emanaba una lengua carnosa con la que se relamía el hocico una y otra vez con satírica satisfacción.

Aspiré una gran bocanada de humo y miré mi cigarrillo con la intención de desviar la vista de la cabrita. Levanté de nuevo la cabeza, incrédulo, y allí continuaba ella, impasible ante mí, con una cadena al cuello y sujeta a una estaca apuntalada detrás de los matorrales que lindaban con el sendero.

Yo, entonces, muy entero, y como me parecía que aquel animal podría perfectamente tener alma e inteligencia, con esa mirada y esa lengua que le otorgaba el aspecto de estar dotada para el diálogo, comencé a hablarle.

—Hola, cabrita. Vaya tarde bonita que tenemos hoy.

El bicho, sin apartar la vista de mi persona, me respondió.

—¡Hijoputa!

¡Dios mío! Di otra gran calada a mi Ducados, pero estaba en las últimas y sólo conseguí quemarme los dedos. Me levanté y me aparté fuera de su radio de borneo.

—Eres una cabra maleducada. ¿Por qué me llamas eso?

—Vas a pagar caro tu atrevimiento —me contestó.

Muerto de miedo, me escondí detrás del castaño y en aquel instante me entraron ganas de cagar. No sabría decir por qué, pero entonces me acordé cómo una mañana, una amiga me había confesado que se sentía un poco floja y yo, con buena intención, le sugerí que se tomara un zumo de naranja. Fue este un pensamiento fugaz; supongo, instigado por el desbarajuste de mis intestinos al verme intimidado por la cabra.

Detrás del árbol, me abracé el vientre y asomé un tanto la cabeza para vigilar al chivo, que aún se hallaba amarrado a la estaca. Me miraba con sus ojos grandes color canela. En seguida me habló de nuevo:

—¡Hijoputa!

Me dio otro apretón y me acordé de mi amiga que, después de haberla dejado camino de la oficina, no supe más de ella. Estuve a punto de llamarla aquella tarde para ver si el zumo de naranja le había hecho efecto, pero no lo hice. Simplemente, por un motivo u otro, no la llamé.

Y ahora era yo el que se iba por las patas. La cabra me miraba de frente y supe que adivinaba mis pensamientos.

Reuní algo de valor y le pregunté:

—Dime, señora cabra, ¿qué vas a hacer conmigo?

Y ella me respondió:

—¿Te acuerdas de aquella pobre chica que dejaste abandonada a la suerte de un zumo de naranja? ¡¿Te acuerdas?!

—Si —respondí—, y lo siento mucho. Pero te juro por lo más sagrado que no le aconsejé nada que no hubiera injerido yo para curarme yo mismo.

—Pues aquello no tuvo remedio —me contestó la cabra—. Se tomó ese zumo y jamás regresó a la oficina por temor a ser el hazmerreir de todos. Por sus leotardos caían ríos de mierda. Nada pudo curarla aquel día después de haberse tomado el zumo. No se atrevió a viajar en metro por miedo a que la detuvieran por cochina y tampoco fue capaz de entrar en un servicio público. Acabó decrépita bajo el gran castaño de las rampas de Uribitarte.

—Lo siento, lo siento muchísimo. Yo pensé que el zumo de naranja era lo mejor para su diarrea. Yo no pretendía hacerle nada malo.

—Pero te quedaste intranquilo y aún así la dejaste desamparada a su suerte. Ni siquiera la llamaste por teléfono para ver cómo se encontraba. Eres un cerdo.

Por lo menos ahora no me llamaba hijoputa, pensé, lo cual agradecí. Atemorizado, le pregunté:

—¿Eres el demonio?

Ella dejó de rumiar, levantó sus belfos y vi sus dientes blancos y enormes como cucharas soperas de nácar.

—Soy una bruja. La bruja de los montes. Me condenaron hace cien años a vivir encadenada con forma de cabra hasta la eternidad. Pero aún conservo ciertos poderes.

—¿Y qué me harás? —pregunté—. Sé que si reniego de ti nada podrán hacerme tus maleficios. Lo leí en un libro —mentí.

Entonces, comprobé que el suelo se había llenado de naranjas. Caían del árbol bajo el que me hallaba. Miré hacia arriba: Las castañas se habían convertido en naranjas.

—Las naranjas te perseguirán toda tu vida. Cuando bebas leche, se convertirá en zumo de naranja; cuando comas garbanzos, alubias o guisantes, se volverán naranjas; cuando bebas un traguito de un buen Rioja o un cubalibre, no será más que zumo de naranja, y así estarás yéndote de varetas toda tu vida —y añadió—: Hijoputa.

Entonces corrí. Corrí tan rápido como pude hasta que llegué a la playa. El sol ya se ponía por el horizonte en la bahía. La marea estaba baja y casi no quedaba gente. Bajé las escaleras del paseo. Mientras corría hacia el agua me iba quitando la ropa, la camisa, los zapatos; paré para desabrocharme el pantalón, me lo quité dando zancadas, también mi calzoncillo favorito del Pato Lucas, hasta quedarme como mi madre me trajo al mundo. Necesitaba lavarme. Olía a mierda y sentía cómo mi esfínter se aflojaba cada vez más, sin control.

Me sumergí bajo las olas. Glup, glup… Quería salir a la orilla, glup, glup, pero algo me decía que no haría más que el ridículo. La busqué con la vista, pero en el mar no hay cabras, como bien sabréis. Solo hay peces y ninguna sirena a quien aconsejarle un buen zumo de naranja, glup…, glup… ¡Glup!


—Fin, glup—

viernes, 13 de noviembre de 2015

Dimensión

A veces albergo la esperanza de que exista otra dimensión. Dimensiones múltiples para un mismo sujeto. Pero sé que eso no existe. Es un producto de mi imaginación. Entonces, imagino que vivo en mi dimensión subjetiva. Es un nivel que puedo controlar, porque conozco el eco del pasado. 

Donde habito ahora hay casas. Hubo un tiempo en que este lugar había campo. Y antes del campo, un bosque. Y antes del bosque…, se acaban mis recuerdos.

Hubo un tiempo en que tú existías. Por eso, vives en otra dimensión. Eres y no eres. Eres lo que fuiste y yo sé a qué atenerme cuando te pienso. Pienso. Pienso con mi pensamiento subjetivo de mi dimensión subjetiva.


Habrá un tiempo en que no existiré. Ahí se acaba mi imaginación.


miércoles, 4 de noviembre de 2015

Instante



Un instante, en la medida de tiempo congelado en un presente indeleble, es por necesidad desproporcionado. La impresión gráfica se queda pequeña o grande. La instantánea, como una parodia, puede ser un diminutivo o un superlativo del momento que retrata. La carga pretérita que contiene se queda corta y, al mismo tiempo, sugiere al espectador el exceso de una emoción o crudeza de un futuro que, con probabilidad, también ha expirado.

Observo a Tachia junto a Gabo y advierto la densidad del ambiente caribeño que se transluce de fondo, alejado de esas postales producidas en serie para el recuerdo. Reparo en la digresión entre una berlina de paseo y un carro de vendedor de libros ambulante, con sus ruedas neumáticas y su malogrado intento de congraciarse con la moda. Vislumbro el antagonismo poético entre la evocación a jazmín y veranos perennes de la indumentaria blanquísima de la pareja y la gorra de béisbol de un viandante desconocido. Me detengo en la pulcra vereda asfaltada y el recinto arbolado que la divide. Todo ello, como un decorado aumentativo de algo que fue porque la voluntad aleatoria de un instante lo impuso para el recuerdo.

Pero en la dimensión de lo breve se quedan cortos los sueños, la bondad, la entrega, el afecto, el amor, la pasión. Y se queda corta la desmesura siempre incierta del ocaso.
En la brevedad, en ese recorte de lo inefable, se halla Tachia como epicentro de un instante. Como bálsamo de la desproporción de los epítetos que la rodean y dan forma. Con el éxodo caótico de su cabello albino. El auxilio de su brazo que rodea a su amante, la laxitud de su postura en el escueto compartimento, el secreto poético de una leve inclinación hacia Gabo. Tachia como núcleo de una célula, cohesión indivisible, significado, definición de existencia, ejercicio de ser mujer. La textura liviana de su piel curtida por una síntesis de herencia y tiempo, de luz y sombras, de ritos y pérdidas ancestrales. Su sonrisa al descubrir un recuerdo casi olvidado, una frase, una pregunta sin respuesta. El oxímoron de su mirada atenta tras las lentes correctoras.

La instantánea, entonces, inmortaliza la superposición de pensamientos y utopías con un gesto de ella. Ella, grafismo de lo inmortal: Dos amantes, objetos directos de una parada obligada por la nostalgia representada en el título de un recuerdo en clave, leve,  en el vendedor que los aborda, en un país que es hogar y una berlina de tiro.


Un instante que es abandono, desproporción y desmesura, y entre ese soplo de tiempo, en su centro geométrico, la presencia de una ninfa que cura la fugacidad con el aroma de su calor y el éxtasis de una vida.