Había estado toda la tarde esperándola.
Tenía el coche aparcado y no hacía más que entrar y salir de él. A veces, se
entretenía viendo pasar a alguien por la acera de enfrente. Se apoyaba en el
capó, encendía un cigarrillo y lo tiraba por la mitad. Luego volvía a meterse
en el coche y jugaba con el volante. Era un vehículo de alquiler y por eso
prefería evitar dejarlo lleno de colillas y mal olor.
El sol brillaba en la ciudad. La claridad
lo invadía todo. Las calles parecían recién pintadas y si no hubiera sido
porque de vez en cuando pasaba una camioneta de reparto, habría jurado que era
el amanecer de un domingo cualquiera. Pero era martes, seguro, y además pronto
comenzaría a ponerse el sol. Los martes ella salía sobre las ocho del centro comercial donde trabajaba.
La ventana de la habitación permanecía cerrada,
con las cortinas echadas. Era un tercer piso. No habría podido escalar hasta
esa altura, calculó. Durante un buen rato, se había entretenido imaginando cómo
podría hacerlo. Después salía a fumar y se ponía a darle vueltas a otro asunto,
como cuando la conoció en la estación.
Fue una tarde lluviosa de marzo; acababa de
llegar a la ciudad. Llovía tanto que prefirió quedarse al resguardo en el
vestíbulo. Sacó un café de la máquina y habría comprado un chocolate relleno de
no haber sido porque se le habían acabado los cambios. Gracias a dios, aún le
quedaban cigarrillos.
Ella entró de repente. Estaba completamente
mojada; se le había roto el tacón de uno de sus zapatos. Tenía la blusa empapada
y se le transparentaba el sujetador. Se recostó en la pared junto a la máquina
de café y comenzó a sacudirse la ropa como si con ello hubiera podido arreglar
algo.
Él se acercó y le hizo un comentario
estúpido. A pesar de todo, la mujer se quedó observándolo. Le sonrió. Después
de eso comenzaron a hablar de una forma amistosa hasta que dejó de llover. Sin
saber cómo ni por qué, acabaron en un club nocturno bebiendo y fumando juntos,
y más tarde lo acompañó al motel donde le había aconsejado que se alojara si
tenía intención de quedarse un tiempo en la ciudad. La mujer de la recepción no
dijo nada cuando los vio subir uno al lado del otro. Al parecer, aquello era
habitual en ese lugar, imaginó.
A la mañana siguiente, cuando él se
levantó, ella no estaba. Había dejado una nota con un número de teléfono
escrito.
Después de aquel día, se vieron tres o
cuatro veces por semana. Ella le confesó que trabajaba en el centro comercial,
en la tienda de bolsos y complementos, y él, cuando tenía oportunidad, iba a
esperarla. Pero a ella no le gustaba verlo merodear por el exterior del
comercio y le pidió que no fuera más a buscarla al trabajo.
Un día, la encargada del motel le llamó la
atención. Era la segunda o tercera vez que lo veía subir con una mujer. Él le
preguntó cuál era el problema y ella solamente le contestó que tendría que
pagar un suplemento cada vez. No era mucho dinero y aceptó, porque le pareció
de lo más normal.
Así pasaron siete u ocho semanas. Él
regresaba de hacer sus visitas como vendedor sobre las cinco. Luego
subía a la habitación, se duchaba y se servía una copa. Más tarde cenaba e iba
a buscarla a uno de los clubes abiertos, donde solían quedar. Siempre acababan
en la habitación del motel. Era un buen comienzo, pensó. Esa relación conseguía
hacerle olvidar su anterior matrimonio, los motivos que le habían obligado a
mudarse y buscar un nuevo empleo como vendedor.
Ocurrió un lunes. Su coche se averió cerca
de la autopista, a unos cincuenta kilómetros del centro. Tuvo que parar un
camión, buscar una gasolinera y llamar desde allí a la compañía de seguros.
Después de eso, se las apañó para llegar hasta el motel, pero ya era demasiado
tarde para encontrarse con ella y además se sentía agotado.
Aquella noche, cuando entró en la
recepción, la encargada no estaba. No había nadie en el mostrador, así que se
metió él mismo a coger la llave de su apartamento. Oyó una conversación. Las
voces provenían de la oficina, junto al cuadro donde se colgaban las
llaves. La encargada hablaba con ella. Pudo distinguir su voz. La recepcionista
le estaba diciendo que si no atendía a más clientes, tendría que subirle la
asignación. Así lo llamó, recuerda él: «Asignación». Continuó diciéndole que
acababa de llegar un nuevo inquilino que se alojaba en la trescientos veintitrés,
en el lado oeste, y añadió que podría verlo los martes y jueves. Ella parecía
estar de acuerdo y contestó, casi murmurando: «Lunes, miércoles y viernes con
uno; y martes y jueves con otro, me las apañaré». Los fines de semana me será
imposible, concluyó.
Él subió aquella noche a su cuarto y
durmió solo. Era lunes, casi la madrugada del martes, y bebió hasta quedarse
dormido frente al televisor.
La tarde se echaba encima. Las sombras eran cada
vez más largas. No le quedaban cigarrillos. Por un lado lo agradeció, aunque
echó en falta no poder tomar un café. Pronto todo estaría oscuro, muy oscuro.
La noche sobreviene por igual en las avenidas que en los callejones inmundos.
Miró hacia la ventana del tercero. Habían abierto la cortina. Cerró el coche ,
cruzó la calle y entró en el portal. Tenía que subir andando hasta el tercero,
porque el ascensor nunca funcionaba. Llamó a la puerta. Llevaba el arma en la
mano. Se había ocupado de quitar el seguro y de pronto recordó que al
cargador le faltaría una bala. Era la segunda vez en tres meses que iba a
disparar y la segunda mujer a la que debía liquidar.
No habría sabido decir el motivo, pero le habría gustado más marcharse al amanecer.
No habría sabido decir el motivo, pero le habría gustado más marcharse al amanecer.